jueves, 31 de julio de 2003

La vuelta ciclista de Francia

Viñetas de la vieja Europa

La Vuelta Ciclista, “Le Tour de France”: verdadera pasión de los franceses.

Por Rodolfo Antonio Menéndez Menéndez desde París.

Al publicarse esto, hoy domingo último de julio, considerando la diferencia de horarios, estará terminando la centésima edición de la vuelta ciclista a Francia. Hoy, como viene sucediendo desde hace cien años, varias decenas de ciclistas “sobrevivientes” de 20 cruentas etapas estarán llegando a la meta de la prueba deportiva, línea de llegada que ha sido colocada al principio de los Campos Elíseos, cerca de la Plaza de la Concordia. En ese punto será recibido por una impresionante multitud el vencedor del “Tour” que este año será, a menos que suceda una desgracia, una dramática caída, un accidente imprevisto, el texano Lance Armstrong o, puede ser todavía, el alemán Ullrich.

No es éste un evento deportivo común y corriente. Más allá de la competencia propiamente dicha entre 198 corredores pertenecientes a 22 equipos, que por su configuración más parecen empresas transnacionales que clubes deportivos, esta tradicional prueba reviste características de epopeya y su realización se ha convertido en un verdadero mito, lugar para la memoria, tema de estudio para los especialistas en asuntos más del domino literario o intelectual que del desempeño físico. Parafraseando al periodista Sebastián Lapaque del diario El Fígaro, diríase que mientras para Proust la ocupación preferida era amar, o para Mauriac soñar, la del francés promedio es seguir “el Tour de Francia”.

Dicen aquí y habría que creerles, que después de las Olimpíadas y de la Copa Mundial de Fútbol, la Vuelta Ciclista a Francia es el tercer evento deportivo más importante del planeta. Esto, en términos de la complejidad de su organización, de su tradición, del número de países que participan, de la cantidad de público que lo sigue. Es este evento, sin duda, una súper producción. Y, desde luego, se ha convertido en un negocio multimillonario del que se benefician, aparte del país en su conjunto y las pequeñas y grandes ciudades por las que transcurre, los corredores, los patrocinadores, los medios de comunicación y toda una cauda de participantes accesorios sin cuyo concurso la complejísima realización de la prueba sería imposible. Curiosamente, a pesar de la evidencia de los grandes recursos económicos que se mueven, la Vuelta Ciclista es uno de los pocos, quizá el único, gran evento deportivo, a nivel mundial, que se mantiene estrictamente gratuito para el gran público.

Cada año es lo mismo, desde hace cien -1903 fue el año que testimonió el inicio de este verdadero maratón ciclista- con excepción de las dos grandes guerras que, lógico, impidieron la realización del evento. Durante el mes de julio se levanta en Francia un torbellino de emociones que conforme se acerca a su fin se convierte en huracán devastador que irrumpe en todos los ámbitos de la vida nacional. No es sólo el gran número de asistentes a la prueba, que por millones, por decenas de millones, acuden a las carreteras, aldeas, ciudades, planicies y montañas, de los Alpes a los Pirineos, de la Normandía a la Costa Azul, por los que serpentea a lo largo de la hermosa, de la singular geografía francesa la competencia, los que se ven afectados por esta fiebre colectiva. No hay rincón de este país que le quede ajeno al Tour, ni figón en el que no se discuta con vehemencia el resultado de la etapa o el desempeño del ciclista ganador. Desde el Parlamento nacional hasta la plaza pública, en el Metro o en el bus, en el mercado del barrio, en el bar, la panadería, en todos sitios, el tema es uno y el trono de la discusión lo ocupa el deporte, el ciclismo y los ciclistas. Los franceses se inflaman. Euforia total. El ambiente se torna, créanmelo, ensordecedor.

Refiere L’Express, publicación semanal, un comentario periodístico de 1920 que alude a lo que era el Tour en esa época, en que las carreteras aún no eran ni sombra de lo que son y ni siquiera estaban dedicadas en exclusividad al evento deportivo: “No saben ustedes lo que es este Tour, decía a sus lectores el reportero en ese entonces. Es un verdadero calvario. Y el camino de la cruz constaba de 14 estaciones. El nuestro tiene 15!!” Hoy, el Tour de Francia se corre a lo largo de 3360 kilómetros en veinte etapas de las cuales siete son de montaña y algunas de alta montaña. Carreteras protegidas. Transmisión por televisión en directo. La fuerza pública apoyando y cuidando en el recorrido. Camiones, motocicletas, helicópteros, vehículos de toda laya siguiendo a los ciclistas en una caravana de veinte kilómetros. Quince millones de espectadores a lo largo del recorrido.

Pues ahora con más etapas que en su inicio la Vuelta sigue siendo un calvario en el que se pone a prueba la capacidad, la fortaleza, el tesón y el valor de los corredores. Varios muertos a lo largo de los años son testimonio del sufrimiento que entraña la prueba. Este mismo año quedó fuera de competencia por accidentes graves buen número de ciclistas. El americano Hamilton ha hecho la hombrada de mantenerse en el sexto puesto de la clasificación general en esta edición con la clavícula rota por una caída ocurrida desde las primeras etapas de la carrera. Y no sólo, ya accidentado ganó una etapa. Es muy probable que quede dentro de los cinco primeros al concluir la competencia el día de hoy. Bravo!

Desde 1919 al competidor que encabeza la prueba se le otorga una camiseta amarilla. Es el emblema del mejor. Del heraldo, de quien lleva la antorcha. El símbolo del triunfo es la camiseta amarilla. Este año, como en los últimos cuatro, un americano fuerte y vigoroso, operado de cáncer en los testículos poco antes de convertirse en campeón, Lance Armstrong (Legstrong le llamarían los puristas angloparlantes, porque no es en los brazos donde lleva la fuerza), tiene puesta y bien puesta, al cabo de 19 etapas, la prenda de la victoria. Pero todavía no se escribe el final en esta edición de la prueba centenaria. Se está escribiendo apenas en este momento y por tanto el final no podríamos reseñarlo todavía. En 1975 se diseñó otra camiseta, la de puntos rojos, que es otorgada al mejor escalador de la montaña. Desde 1953 una prenda verde se entrega al mejor velocista (sprinter le llaman los ciclófilos). Finalmente desde hace unos veinte años a la mejor revelación juvenil le otorgan una camiseta blanca para distinguirlo. Y con este ropaje colorido meten los franceses su competencia ciclista anual al rango de fenómeno social.
Ya los etnólogos lo entienden. Es la prueba deportiva francesa –la única- que tiene un lugar en sus museos. Venir a Francia, estar en Francia, obliga, como ir al Louvre, a Cluny, al Quai d’Orsay, al Jeu de Paume, a presenciar, asistir, a vivir –sólo de eso se trata- esta incomparable experiencia del Tour de France. Por la geografía, por la historia, por la competencia en sí, por lo que socialmente representa, por el goce, aunque sea por una vez, por ésta, ciclista hay que ser.

viernes, 11 de julio de 2003

A Juan Duch Gary, en la hora de su muerte


Ha muerto un hombre y están juntando su sangre en cucharitas,
querido Juan, has muerto finalmente.
De nada te valieron tus pedazos
mojados en ternura.

Cómo ha sido posible
que te fueras por un agujerito
y nadie haya puesto el dedo
para que te quedaras..   .Juan Gelman en su Gotán (1962)


Juan Duch Gary, amigo; amigo entrañable. Poeta también. Amigo y poeta. Murió trabajando en la empresa. Lo hacía para vivir. Si la tonta vida permitiera que los poetas la vivieran trabajando en lo que quieren, Juan habría muerto haciendo versos. Inspirados versos. También era cuentista, no porque los echara, sino porque los escribía. Y los escribía buenos. Si la tonta vida hubiera permitido a Juan hacer su regalada gana, Juan habría muerto escribiendo. Contando cuentos y escribiendo versos.

Pero no. La tonta vida es tonta y además injusta. No entiende lo que uno quiere, ni da lo que uno merece. Juan murió de un golpe artero que le asestó esa tonta vida en pleno corazón a la tempranísima edad de 61 años. Juan no quería morir. No todavía. Recién me lo dijo ufanándose de su juventud. Cuando en la relación epistolar que sosteníamos sin descanso por este medio moderno de la cibernáutica, por el que nos frecuentábamos, me atreví a recalcarle que entrábamos, él y yo, a paso acelerado, al otoño de nuestra vida, me replicó, con ese brillo muy suyo: “En el otoño tú, coño!......yo, aun disfruto la primavera de mi vida.... Mírate todo nevado, mientras yo sigo florido. Podrían incluso decirme canicular –agregó- porque sólo tengo canas en salva sea la parte...además de un par en el bigote”. Esto y así me dijo, riendo, como sólo los jóvenes y los poetas y los amigos ríen con uno, hace apenas unos cuantos días, el 23 de junio recién pasado.

Pues ese amigo joven y poeta murió en brazos de su querida Angelina en Coatzacoalcos, Veracruz, la Niza mexicana como él llamaba a la ciudad costeña a la que los azares laborales le habían llevado. Ahí trabajó para vivir durante los últimos seis años. Había salido de su Mérida nativa contra su voluntad, en busca del pan, del suyo y de su gente. Sabía trabajar en otras cosas que no fueran su creación. La familia, influencias de juventud, lo hicieron ingeniero agrónomo. Chapingo fue su alma máter. Aprendió ahí también las ecuaciones básicas de la economía. Como ingeniero y como economista trabajó para el campo. El moribundo Banrural fue la casa donde desempeñó su profesión por muchos años. Ahí también dio curso a su sentido de la justicia social. Porque Juan, además de amigo, de poeta, de joven, era un justo. Justo como hay pocos. Justo y recto. Honrado a carta cabal, de los que ya no hay.

Sabía enseñar. Enseñaba a sus amigos y a sus discípulos. La Universidad de Yucatán le tuvo como profesor y director de su Facultad de Economía. Ahí dio de sí. Sus alumnos le recuerdan y le quieren. Supo hacerse querer. Supo suscitar aprecio y respeto. Sólo recuerdos buenos y amistosos se escuchan de él. ¿Cuántos de nosotros aspiramos a tal logro?

Y en una de esas contradicciones que no se repiten con frecuencia, además de escribidor de grandes alas, Juan era un excelente administrador. Administraba con pausa y con lógica, con la serenidad que da la capacidad de análisis, con la certidumbre que ofrece la reflexión, con el esmero que permite la aplicación. Así, su búsqueda del pan de cada día lo llevó por diversos senderos de la empresa pública y la privada. Y escaló sus pequeñas cumbres: dirigió el Banrural regional del sureste; encabezó Cordemex, la empresa federal de memoria aciaga para el campesinado yucateco, en uno de sus períodos más difíciles. En ambos casos ajeno a la influencia política que propicia normalmente la ocupación de tales tareas, llegó a ellas recomendado sólo de su bien ganada fama de hombre recto y talentoso. De conocedor de su medio. De forjador de ilusiones que, a veces, no siempre, se convierten en realidades.

Los requiebres impensables del destino lo llevaron finalmente a la multinacional europea que supo ver en él atributos para conducir sus políticas de personal. Este cargo último que él consideró pasajero, como los otros, vería el desenlace final de su vida, en plena primavera creativa, en la que con gran entusiasmo ya había retomado la fina pluma para sus colaboraciones recientes con la revista cultural El Navegante.

Murió Juan en una madrugada en brazos del único ángel en el que creyó en su vida: su Angelina. Murió Juan como vivió: discretamente, como hacen los sabios, como obliga el talento, como hace el poeta: soñando en un verso y una estrella.

Ese hombre pulcro, honrado y recto, poeta y joven, murió feliz. A la manera de Borges logró el propósito de ser feliz siendo justo. Yo, desde mi refugio en este lado del Atlántico, le rindo homenaje usando aquella frase de Miguel Hernández, que Juan también usó para poner en boca de su personaje Oliverio Gambeta y digo: Juanito, “siento más tu muerte que mi vida”. Agrego para consolarnos, como Gambeta agregó: "no debemos abatirnos aunque la inclinación sea grande, siendo cosa del destino, dejemos que el destino se deprima".

Ese hombre muerto que fue recto y poeta y joven y sobre todo amigo, ese hombre al que lloro, era mi hermano.

 Juanito Duch, hermano, “...siento más tu muerte que mi vida...”
Rodolfo Menéndez.