jueves, 15 de diciembre de 2005

México huérfano

En el México huérfano de hoy.

Por: Rodolfo Menéndez y Menéndez


En la turbulencia política que vivimos en México, producto quizás necesario de nuestra transición de la monarquía sexenal hacia la democracia calificada (¿será?), hemos llegado a un momento crítico, de espasmo, diríase, en el que arriesgamos gran parte del camino andado a lo largo del último siglo de esfuerzos por encontrarnos a nosotros mismos. Tanto en el concierto de las naciones en el que queremos movernos con singularidad y de manera soberana, como en el ámbito de la intimidad, parecemos carecer de brújula, de carta para marear. ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? ¿Cómo llegaremos?. Parecen ser éstas las interrogantes que no encuentran respuesta única, ni siquiera generalizada, para definir el rumbo que colectivamente quisiéramos para la Patria nuestra.

El mexicano de mi generación fue enseñado a deambular por la ruta nacionalista. Después de la experiencia revolucionaria dramática que selló para siempre la vida de nuestros abuelos y de nuestros padres, nos pareció lógico y aceptable el abordar la nave común de la ideología nacionalista que tuvo para el México del siglo XX, en su mayor parte al menos, la bondad histórica de aglutinar y de dar consistencia a un proyecto que al ser mayoritariamente reconocido y aceptado, impulsó de manera clara y eficaz el desenvolvimiento social y económico del país. A lo largo de más de medio siglo en su aplicación supimos encontrar ventajas y conveniencias en el ejercicio de ese modelo que trajo a la nación a la modernidad.

Se puede asegurar que hasta bien entrada la segunda mitad el siglo pasado, pudimos los mexicanos evitar desbordes y enfrentamientos sociales de importancia. La ecuación política fue despejada sin mayor dificultad durante décadas de negociaciones internas y del aprovechamiento inteligente de la coyuntura internacional que, hay que reconocerlo, favoreció, por razones buenas y por malas razones, el avance real y aparente, aunque más aparente que real, que nuestro mecanismo interno fue impulsando.

Se sostuvo exitosamente la integridad nacional a lo largo de esta última etapa del camino, porque se entretuvo la fórmula social y esto fue posible en buena medida por el engranaje de la economía que funcionó para ir paliando, que no resolviendo, desgraciadamente nunca resolviendo, las enormes desigualdades que nuestro país de siempre ha confrontado. La receta del atole con el dedo, tan mexicana, tan nuestra, dio resultados en la práctica cotidiana. Los problemas estructurales no encontraron solución definitiva, pero sí hubo forma de mantener la esperanza, de sostener y renovar las expectativas.

Pero todo por servir se acaba. La fórmula de cohesión que encontró el México de nuestros padres y que permitió articular de manera relativamente eficaz la sociedad heterogénea que somos, esa dispersión social, económica –sobretodo económica- y cultural que nos caracteriza, encontró finalmente el fin de su eficacia, el fin de su utilidad pública. El nacionalismo ideológico con que nutrimos nuestros sueños de prosperidad, con el que nos enseñaron a encauzar nuestros esfuerzos individuales y colectivos, ese nacionalismo revolucionario impulsado por el pragmatismo del General Calles con visión de estadista, habría, como cualquier otra aplicación en el gran laboratorio social, de hallar los límites de su propia capacidad.

Es bien cierto que esa delimitación de la que hemos sido testigos fue en buena medida catalizada por la corrupción del sistema. Sí, se corrompió el proceso mexicano a lo largo de su aplicación. Al abusarse de los equilibrios políticos, al desdeñarse la evolución de nuestra sociedad que se hizo más compleja y por tanto más difícil de interpretar y de satisfacer, se corrompió el proceso. También influyó, es cierto, el contexto internacional que reorientó prioridades y dificultó nuestra inserción en el exterior. El hecho es claro, el modelo que nos fue útil, aquél que nos sirvió de guía durante casi tres generaciones de mexicanos, ha dejado de servir a su propósito.

Pero resulta que el propósito sigue siendo el mismo en su esencia. Queremos prosperidad. Queremos mayor calidad de vida. Para esto, queremos más empleos, mejor remunerados, para más mexicanos. Queremos paz. Queremos tranquilidad. Queremos libertad. Queremos justicia. Queremos ser reconocidos en el concierto internacional como una nación digna y respetable. Todo esto queremos. Y lo queremos legítimamente. La cuestión es. ¿Lo podremos lograr para el conjunto social? ¿Lo podremos lograr juntos?

Cuando hablo al principio de esta colaboración del espasmo en el que nos encontramos, de la crisis en la que nos debatimos, me refiero particularmente a esta incapacidad que estamos manifestando de no saber ni el cómo, ni el hacia dónde. ¿Liderazgo? Sin lugar a dudas su ausencia es parte medular del problema que nos aqueja. El agotamiento y el hartazgo del y por el sistema, pudieron proveer el mecanismo de la sustitución. La sociedad encontró quien sacara al PRI de Los Pinos. Pero la sociedad no ha encontrado quién o quiénes integren, a partir de una reinterpretación de la voluntad mayoritaria, el modelo que habrá de constituir el nuevo proyecto de la mexicanidad. Tampoco ha encontrado la sociedad quién o quiénes lo conduzcan.

Y nos queda claro que ya no puede ser bajo el criterio del pasado, un líder carismático y mesiánico que resuelva nuestras carencias y que conduzca, iluminadísimo, nuestro derrotero. Para el fin que hoy perseguimos los mexicanos, tiene que haber un conjunto de mujeres y de hombres con profundo amor a la Patria, con vocación para servir a su destino y con el ánimo abierto y modernizante para encontrar la nueva vía, que necesariamente pasa por las instituciones de la república, hacia nuestra meta.

Cuando juzgamos por el triste espectáculo que nos da el Congreso Federal, el que le apuesta a la partidización de todas las grandes cuestiones nacionales que hoy se debaten, cuando juzgamos por la frivolidad e inconsistencia del accionar de un Ejecutivo errático, encabezado por alguien que aprendió a ser candidato pero que no termina de aprender su papel de estadista, nos tenemos que preguntar con ansiedad y grave preocupación ¿Dónde están esos hombres y mujeres que el país reclama? ¿Dónde están los políticos a la altura de las circunstancias? ¿Dónde los estrategas del México contemporáneo? Estamos en la orfandad. Es este nuestro gran problema.

15/12/2005